Capítulo 1. La rutina en Reforma 
La Ciudad de México siempre tiene ese aire caótico en las mañanas. El ruido de los coches en Reforma, los cláxones de los camiones, la gente apurada con el café en la mano, todos caminando como si la prisa fuera lo único que los mantuviera vivos. Yo trabajaba por la zona del Ángel, y mi trayecto habitual era el Metrobús. Era rutina, casi mecánico: subir, buscar un espacio aunque fuera de pie, y dejar que la ciudad me llevara hasta la oficina.
Pero entre esa rutina había un pequeño vicio que me daba vida: abrir Grindr en el camino. Siempre, sin falta. Mientras la gente iba con la mirada perdida en sus celulares respondiendo correos, yo buscaba morbo. A veces solo veía perfiles lejanos, fotos discretas, torsos anónimos. Pero de vez en cuando aparecía una joya, un perfil que rompía la monotonía.
Ese día, entre los empujones y el calor sofocante del Metrobús lleno, apareció él. La foto era tan sencilla como incendiaria: un tipo pelón, con un arnés rojo intenso que resaltaba sobre su piel sudada. No había cara completa, solo el ángulo perfecto de un torso marcado y un poco de barba. El tipo se hacía llamar con un nombre corto, provocador, de esos que parecen más un reto que una presentación.
Le di tap sin pensarlo. Y para mi sorpresa, me respondió casi de inmediato. Lo más excitante fue darnos cuenta de que estábamos en el mismo Metrobús. Entre toda la multitud, él estaba ahí, a unos metros. Imagina ese juego: mirarnos de reojo, reconocer que el morbo ya existía entre nosotros, sentir la posibilidad de rozar un brazo, de apretarnos un poco más en medio de tanta gente.
La mente empieza a volar. Pensé en lo fácil que sería perderme en ese calor, dejar que mi cuerpo reaccionara, que mis ganas lo buscaran. Aunque claro, siempre con cuidado: uno no puede andar por la vida con la mancha blanca en el pantalón como prueba de los pensamientos sucios que lo acompañan en el trayecto al trabajo.
Ese primer encuentro no tuvo roce físico, pero sí algo más poderoso: la certeza de que ya habíamos cruzado una línea invisible. Desde ese momento, el Metrobús dejó de ser rutina. Se convirtió en el escenario de un juego secreto que apenas empezaba.
Capítulo 2. El match en movimiento 
El Metrobús avanzaba lento, detenido en cada semáforo como si quisiera prolongar esa tensión. Yo, con el celular en la mano, veía cómo sus mensajes iban apareciendo en la pantalla.
—¿Eres tú, el de la mochila negra?
—Sí. ¿Y tú?
—El de la chamarra gris, cerca de la puerta.
Lo confirmé al levantar apenas la vista: ahí estaba. Pelón, con una mandíbula marcada, una mirada seria pero que escondía un brillo travieso. En medio del gentío, nuestros ojos se encontraron por primera vez, apenas un segundo, pero suficiente para sentir que todo se detuvo alrededor.
No hubo sonrisas amplias, ni palabras. Solo esa complicidad silenciosa que nace cuando el deseo es mutuo. Era un juego peligroso: la multitud, la cercanía, la posibilidad de que un roce accidental se convirtiera en una provocación calculada.
Seguimos escribiéndonos mientras la gente subía y bajaba. Él bromeaba con lo obvio:
—Con tanta gente apretada, cualquiera diría que es el lugar perfecto para perderse un rato.
—¿Y si me pierdo contigo?
El calor dentro del camión aumentaba. No sabía si era el clima o mis pensamientos. Me imaginaba su torso debajo de la ropa, ese arnés rojo escondido, esperando. Visualizarlo así me arrancaba un escalofrío y, al mismo tiempo, me obligaba a contenerme. Uno no puede ir al trabajo con la evidencia manchando el pantalón.
En un momento, el camión frenó de golpe y los cuerpos se movieron como un solo mar. Sentí un empujón desde atrás y caí un poco hacia adelante, casi encima de él. Su brazo se estiró para sujetarse y en ese gesto rozó el mío. Fue mínimo, apenas un contacto, pero mi piel lo sintió como si fuera un fogonazo.
El resto del trayecto fue una batalla silenciosa contra mis propios deseos. La gente seguía hablando, mirando sus teléfonos, viviendo su rutina. Nadie notaba que, en ese instante, dos desconocidos estaban escribiendo el primer capítulo de algo prohibido. Grindr no era solo una app más; en ese momento, se había convertido en un puente entre la fantasía y la posibilidad real.
Cuando el camión llegó a la estación donde yo debía bajar, nos cruzamos otra mirada. Una promesa sin palabras. Algo había empezado, y ninguno de los dos tenía intención de detenerlo.