Hace unos años, cuando conocí a Eduardo, no imaginaba que esa noche se convertiría en una de las más intensas y memorables de mi vida. Él era un tipo de veinticinco años, delgado, con ese aire de chacal que lo hacía irresistible. Su pene largo y curvo era solo una de las muchas cosas que me atraían de él. Yo, Alex, un moreno de treinta y dos años, con un cuerpo delgado pero bien formado, especialmente mi culo, que siempre había sido objeto de halagos, estaba listo para una aventura. Y esa noche, la aventura nos encontró a nosotros.
El plan era simple: salir a tomar algo por la estación, beber un par de cervezas y luego regresar a mi casa para que Eduardo se quedara la noche. Pero, como suele pasar, los planes nunca salen como los esperas. Mientras caminábamos por las calles iluminadas por las farolas, la tensión sexual entre nosotros era palpable. Eduardo, con su mirada introvertida pero llena de deseo, me hacía sentir como si fuera el único hombre en el mundo.
Llegamos a una calle oscura, alejada del bullicio de la estación. El silencio solo era interrumpido por el sonido de nuestros pasos. De repente, Eduardo se detuvo, me miró con una sonrisa pícara y me dijo: "Aquí está bien, ¿no crees?" Antes de que pudiera responder, me había acorralado contra la pared, sus manos deslizándose por mi cuerpo como si fuera la cosa más natural del mundo.
Me besó con urgencia, sus labios presionando contra los míos, su lengua explorando mi boca con una hambre que me hizo gemir. Luego, sin decir una palabra, se arrodilló frente a mí y comenzó a desabrochar mi pantalón. Sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral cuando su mano cálida envolvió mi pene grueso y curvo, ya endurecido por la anticipación.
"Mámamela, Alex", susurró, su voz ronca de deseo. No necesitaba que me lo pidiera dos veces. Me arrodillé frente a él, mi boca ávida por probar su sabor. Su pene largo y curvo llenó mi boca, y comencé a mover mi lengua a lo largo de su eje, disfrutando de cada centímetro. Eduardo jadeó, sus manos enredándose en mi cabello, guiando mis movimientos.
Pero eso no fue todo. Eduardo, siempre lleno de sorpresas, me pidió algo que nunca antes había hecho: "Mámame el culo, Alex. Quiero sentir tu lengua ahí". Mi corazón latía con fuerza, excitado por la idea. Con cuidado, me posicioné detrás de él, separando sus nalgas para exponer su entrada estrecha y rosada. Mi lengua trazó círculos alrededor de su ano, provocándole escalofríos y gemidos que resonaban en la noche.
"Que rico maje, Alex... esto es... increíble", murmuró, su cuerpo temblando de placer. Era la primera vez que se dejaba hacer algo así, y le encantaba. Su culo se contraía alrededor de mi lengua, y yo me aseguraba de explorar cada rincón, de hacerle sentir cada centímetro de mi devoción.
Después de ese momento intenso, seguimos caminando, pero la noche estaba lejos de terminar. En otra zona oscura, Eduardo tomó el control. Me empujó contra una pared, sus manos ágiles desabrochando mi pantalón una vez más. "Ahora es mi turno", dijo con una sonrisa travies
Se arrodilló frente a mí y, sin previo aviso, comenzó a lamer mi culo, su lengua caliente y húmeda explorando mi entrada. Gemí, mis manos apoyadas en la pared para mantener el equilibrio mientras él me comía el culo con una habilidad que me dejó sin aliento. Luego, su boca descendió hacia mi pene, y me lo mamó con una intensidad que me hizo arquear la espalda.
La noche seguía su curso, y nosotros con ella. En cada rincón oscuro, en cada calle solitaria, encontrábamos una excusa para detenernos y explorarnos mutuamente. En una de esas paradas, Eduardo me sorprendió al meter la punta de su pene en mi culo. "Solo la puntita, Alex", susurró, su voz llena de deseo. Sentí cómo su cabeza llenaba mi entrada, y gemí, mi cuerpo ajustándose a su tamaño.
Pero Eduardo no se detuvo ahí. En la siguiente parada, me la metió toda. Su pene largo y curvo me llenó por completo, y yo me apoyé en él, sintiendo cómo me penetraba con fuerza. Estábamos en medio de la calle, expuestos, pero no nos importaba. El placer era demasiado intenso como para preocuparnos por algo más.
En un momento, un tipo pasó por allí y se detuvo a mirarnos. Su presencia no pasó desapercibida, pero Eduardo no se inmutó. Era de aspecto recio, la camisa dejaba ver un porte musculoso, su silueta dejaba mucho a la imaginación. Eduardo siguió moviéndose dentro de mí, su respiración entrecortada, su cuerpo brillando de deseo bajo la tenue luz de la calle. El hombre nos observó por un rato mientras jugaba con su miembro, sin sacárselo de su jean, finalmente siguió su camino, dejándonos solos con nuestro deseo. Solo cruzamos miradas. Mientras se alejaba, en algún otro momento seguro nos encontraríamos.
Cuando llegamos a la entrada de mi casa, Eduardo no pudo resistirse. Mientras yo buscaba las llaves en mi bolsillo, él me bajó el pantalón una vez más y me la metió con urgencia. "No puedo esperar más, Alex", jadeó, su cuerpo presionando contra el mío. La puerta estaba a medio abrir, y cualquiera podría habernos visto, pero en ese momento, nada más importaba.
Finalmente, entramos a la casa, y allí terminamos lo que habíamos comenzado en las calles. Eduardo me llevó a la habitación, donde nos dejamos caer sobre la cama, nuestros cuerpos sudorosos y excitados. Me penetró con fuerza, su pene llenándome una y otra vez, hasta que ambos alcanzamos el clímax. Nuestros gritos de placer llenaron la habitación, y caímos exhaustos, nuestros cuerpos entrelazados en un abrazo postorgásmico.
Esa noche, Eduardo y yo descubrimos un nuevo nivel de intimidad y deseo. Lo que comenzó como una simple salida a tomar algo se convirtió en una aventura sexual que nunca olvidaría. Y mientras yacía en la cama, con Eduardo dormido a mi lado, supe que esa no sería la última vez que exploraríamos los límites de nuestro placer.
El plan era simple: salir a tomar algo por la estación, beber un par de cervezas y luego regresar a mi casa para que Eduardo se quedara la noche. Pero, como suele pasar, los planes nunca salen como los esperas. Mientras caminábamos por las calles iluminadas por las farolas, la tensión sexual entre nosotros era palpable. Eduardo, con su mirada introvertida pero llena de deseo, me hacía sentir como si fuera el único hombre en el mundo.
Llegamos a una calle oscura, alejada del bullicio de la estación. El silencio solo era interrumpido por el sonido de nuestros pasos. De repente, Eduardo se detuvo, me miró con una sonrisa pícara y me dijo: "Aquí está bien, ¿no crees?" Antes de que pudiera responder, me había acorralado contra la pared, sus manos deslizándose por mi cuerpo como si fuera la cosa más natural del mundo.
Me besó con urgencia, sus labios presionando contra los míos, su lengua explorando mi boca con una hambre que me hizo gemir. Luego, sin decir una palabra, se arrodilló frente a mí y comenzó a desabrochar mi pantalón. Sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral cuando su mano cálida envolvió mi pene grueso y curvo, ya endurecido por la anticipación.
"Mámamela, Alex", susurró, su voz ronca de deseo. No necesitaba que me lo pidiera dos veces. Me arrodillé frente a él, mi boca ávida por probar su sabor. Su pene largo y curvo llenó mi boca, y comencé a mover mi lengua a lo largo de su eje, disfrutando de cada centímetro. Eduardo jadeó, sus manos enredándose en mi cabello, guiando mis movimientos.
Pero eso no fue todo. Eduardo, siempre lleno de sorpresas, me pidió algo que nunca antes había hecho: "Mámame el culo, Alex. Quiero sentir tu lengua ahí". Mi corazón latía con fuerza, excitado por la idea. Con cuidado, me posicioné detrás de él, separando sus nalgas para exponer su entrada estrecha y rosada. Mi lengua trazó círculos alrededor de su ano, provocándole escalofríos y gemidos que resonaban en la noche.
"Que rico maje, Alex... esto es... increíble", murmuró, su cuerpo temblando de placer. Era la primera vez que se dejaba hacer algo así, y le encantaba. Su culo se contraía alrededor de mi lengua, y yo me aseguraba de explorar cada rincón, de hacerle sentir cada centímetro de mi devoción.
Después de ese momento intenso, seguimos caminando, pero la noche estaba lejos de terminar. En otra zona oscura, Eduardo tomó el control. Me empujó contra una pared, sus manos ágiles desabrochando mi pantalón una vez más. "Ahora es mi turno", dijo con una sonrisa travies
Se arrodilló frente a mí y, sin previo aviso, comenzó a lamer mi culo, su lengua caliente y húmeda explorando mi entrada. Gemí, mis manos apoyadas en la pared para mantener el equilibrio mientras él me comía el culo con una habilidad que me dejó sin aliento. Luego, su boca descendió hacia mi pene, y me lo mamó con una intensidad que me hizo arquear la espalda.
La noche seguía su curso, y nosotros con ella. En cada rincón oscuro, en cada calle solitaria, encontrábamos una excusa para detenernos y explorarnos mutuamente. En una de esas paradas, Eduardo me sorprendió al meter la punta de su pene en mi culo. "Solo la puntita, Alex", susurró, su voz llena de deseo. Sentí cómo su cabeza llenaba mi entrada, y gemí, mi cuerpo ajustándose a su tamaño.
Pero Eduardo no se detuvo ahí. En la siguiente parada, me la metió toda. Su pene largo y curvo me llenó por completo, y yo me apoyé en él, sintiendo cómo me penetraba con fuerza. Estábamos en medio de la calle, expuestos, pero no nos importaba. El placer era demasiado intenso como para preocuparnos por algo más.
En un momento, un tipo pasó por allí y se detuvo a mirarnos. Su presencia no pasó desapercibida, pero Eduardo no se inmutó. Era de aspecto recio, la camisa dejaba ver un porte musculoso, su silueta dejaba mucho a la imaginación. Eduardo siguió moviéndose dentro de mí, su respiración entrecortada, su cuerpo brillando de deseo bajo la tenue luz de la calle. El hombre nos observó por un rato mientras jugaba con su miembro, sin sacárselo de su jean, finalmente siguió su camino, dejándonos solos con nuestro deseo. Solo cruzamos miradas. Mientras se alejaba, en algún otro momento seguro nos encontraríamos.
Cuando llegamos a la entrada de mi casa, Eduardo no pudo resistirse. Mientras yo buscaba las llaves en mi bolsillo, él me bajó el pantalón una vez más y me la metió con urgencia. "No puedo esperar más, Alex", jadeó, su cuerpo presionando contra el mío. La puerta estaba a medio abrir, y cualquiera podría habernos visto, pero en ese momento, nada más importaba.
Finalmente, entramos a la casa, y allí terminamos lo que habíamos comenzado en las calles. Eduardo me llevó a la habitación, donde nos dejamos caer sobre la cama, nuestros cuerpos sudorosos y excitados. Me penetró con fuerza, su pene llenándome una y otra vez, hasta que ambos alcanzamos el clímax. Nuestros gritos de placer llenaron la habitación, y caímos exhaustos, nuestros cuerpos entrelazados en un abrazo postorgásmico.
Esa noche, Eduardo y yo descubrimos un nuevo nivel de intimidad y deseo. Lo que comenzó como una simple salida a tomar algo se convirtió en una aventura sexual que nunca olvidaría. Y mientras yacía en la cama, con Eduardo dormido a mi lado, supe que esa no sería la última vez que exploraríamos los límites de nuestro placer.